martes, 29 de septiembre de 2015

La dama que confiaba demasiado

Así nos conocimos. Como un caballero y una sacerdotisa que aún no sabían lo que era vivir. Y aunque el mundo era inmenso, confuso y oscuro, en seguida se volvió pequeño bajo nuestros pies, y la antorcha que les daba luz.

Cada noche, la dama se escapaba de su torre para verme, para vernos, y me contaba que la vida allí era fría, sombría y solitaria. Contaba que allí nadie se preocupaba por ella, y que desde su cuarto se podían oír, cada día, cada noche, voces gritando en la oscuridad. Me contaba que cada noche tenía que volver allí, y que temía el día en que la viesen salir.

Y aunque la dama vestía de negro, no conocí alma más pura. Tenía unos ojos preciosos, y una mirada apagada; un corazón que latía, rodeado de escarcha; y un alma de luz, envuelta en penumbra. Y aún confiaba en la luz del mañana, y en que podría vivir para verla; confiaba en que estaba allí, esperando su llegada; y en que todo el dolor habría merecido la pena a su llegar. 

Soñaba con salir de la torre, y encontrar su lugar en el mundo. Soñaba con una mano que la apartase del abismo, y la llevase a recorrer ese mundo. Confiaba en que aquella mano fuese la mía, y yo, idiota de mi, le prometí aquella vida que merecía tener. Entonces le di mi mano y le juré, me juré a mi mismo, que la haría realidad.

Pero no en todos los cuentos acaban felices y comiendo perdices. Cada día, podía ver cómo se apagaba su alma, cómo se helaba su corazón, y como sus ojos perdían el color hasta ser de tono gris. Por las noches ella lloraba, queriendo huir, escapar de la torre; sin importar cómo, sin importar a dónde ir. Y yo, le pedía que esperase, le pedía que sufriera; hasta poder darle la vida que, muy en el fondo, sabía que nunca tendría.

Y ella aguantó, como la llama de una vela en mitad un vendaval. Y luchó tanto que se quemó, se consumió; y su luz se volvió fría, tenue, hasta no ser capaz de alumbrar más allá del interior de su ser. Y yo, ya no pude soportarlo más. Le pedí a mi rey y a mi reino un palacio para ella; sin pararme a pensar que mi reino era quizás tanto o más oscuro, frío y corrupto que su torre.

Pinté aquel palacio de blanco, pedí que todos vistieran con máscaras, y jamás le conté la verdad. Y es que yo me consumía, me apagaba, me enfriaba; y era ella en verdad quien me salvaba a mi de morir congelado, sosteniendo mi mano para evitar que cayera al abismo. Y, como buen egoísta, la dejé vivir la mentira, sin pensar un sólo día en el mañana.

Y ella creció, y por fin sonreía. La luz en sus ojos era más fuerte que nunca, y el calor que irradiaba paliaba el dolor de mi ser. En verdad llegamos a pensar que todo había merecido la pena, que duraría eternamente, y que estábamos a un paso de tomar el mundo para nosotros solos. 

Pero entonces llegó la guerra, se rompieron las máscaras y cayó la oscuridad; y callamos los dos, como creyendo que el más simple ruido rompería la misma realidad. Y el palacio se convirtió en otra torre, llena de refugiados, miedo, dolor, y más voces gritando en la sombra. La dama volvía a llorar por las noches, y toda ella se heló, como nunca lo había hecho antes.

Entonces, simplemente, se apagó; y con el tiempo escapó, huyó del palacio para volver a su torre, pues no tenía otro lugar dónde ir. Y aunque pese a todo ella aún se esmeraba en que yo no me apagase, nunca más confió en mi ni en la luz del mañana. Y aunque aún le prometía y le juraba que la haría feliz, que le daría aquella vida que soñaba, y que su luz volvería a brillar... nunca más confié de verdad, en ser capaz de lograrlo.

Y ella aún espera, en su torre, como espero yo en la mía, sin saber si existirá un mañana para ambos, ni si estaremos juntos entonces; esperando a que llegue la mano del otro para llevarnos, para guiarnos, y no soltarnos jamás.

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