Aquí descansan las pocas cenizas que pude conservar de mi cordura, quemada por el paso de los años, los días, los segundos. Tornada polvo y sentenciada a perderse en el viento, la tierra y el mar.
Se condenó a sí misma por no querer mirarse al espejo, por esperar de cada mente una predisposición al orden, la lógica y el bien hacia el ajeno; por no querer aceptar su propio error.
Sea este su juicio, su veredicto y su verdad. Quede aquí su testimonio, su historia y su recuerdo. Que descanse todo cuanto no pudo en vida.
Aquellos orgullosos de ser el fuego ejecutor, sabed que la llama nunca se sacia, nunca se apaga, nunca muere. No distingue aliados de enemigos, no conoce bien ni mal. Un día querrá consumiros, y entonces sabréis que vuestro mundo acabará con fuego.
Aquellos que alguna vez intentasen sofocarlo, deben saber que no lo consiguieron. Nadie puede, nada puede. Que aquestas palabras les otorguen consuelo y el saber que hicieron lo correcto, pese a ser un acto fútil. Ella no podía ser salvada; ya no.
Pasó los años acurrucada en sí misma, enrocada y con miedo al exterior. A veces miraba, asustada, a través de los huecos entre los dedos de sus manos. Entonces le acosaban pesadillas durante días, noches, meses.
Cada poco tiempo sentía latigazos, que venían de allí donde no quería volver a mirar. Sabía que sangraba, sabía que dolía, que moría; pero no sabía, ni quería saber por qué.
Se preguntaba, sin embargo, por qué nadie estaba allí para cuidarla y protegerla. Pensaba que quizás nadie podía, que quizás el caos y la locura de más allá de sus manos eran infinitas, invencibles.
Creció con la mente de una niña, asustada del mundo. Asustada de cuánto le aterraba el mundo, asustada de ser débil, y más aún de saber que lo era.
Cometió demasiados errores, la mayoría por no ser consciente, ni tener intención de serlo. Tanto se había ofuscado que no pudo ver en qué se había convertido.
Tardaría años en ver su reflejo, y para entonces apenas había ya nada que ver. No pudo soportarlo. Todo su mundo, su realidad, se desmoronaba ante sus ojos.
No podía, no quería acabar así. Ella sería quien cambiase las tornas. No habría más torturas a su alrededor. No habría más dolor. No más fuego. No más oscuridad. Pero nunca pudo cumplirlo.
Sabía que moría, sabía por qué, pero no quería reconocerlo; no podía reconocerlo. Y sabía que aquello la estaba matando. Lenta, silenciosamente. Año tras año, día tras día.
No podía ser. Cuanto más se esmeraba, más rápido ardía. No lograba entender que no había otra senda hacia el orden, si no era la misma sombra del fuego.
Demasiado tarde pudo darse cuenta del caos que le rodeaba, y de que este nunca iba a ceder, nunca iba a morir. Tardó demasiado en saber que ya era parte de él.
Aquello sería cuando una niña asustada apartase la vista de sus ojos, por ser incapaz de mirarle. Sólo entonces soltaría sus hombros y la dejaría llorar, para nunca más volverla a ver.
Era incapaz de saber cuánto daño había hecho con los años, cuánto había hecho arder y a cuántos había quemado. De hecho, ya no estaba segura de nada.
Sus memorias se habían vuelto confusas, borrosas, obscuras. Se habían entrelazado con sus sueños, sus miedos, sus recuerdos y el futuro que aún estaba por llegar. Era incapaz de discernir la realidad de la demencia.
Pero aún tenía esperanza. Creía que, si sabía que se estaba consumiendo, se debía a que aún era consciente. Craso error. No tardó en darse cuenta de que, si ya no distinguía la realidad, no podía saber si sabía que moría.
Pasaba horas frente al espejo, intentando ver si aún se consumía; pero no veía nada. Pasaba días intentando ser cordura, desesperada por no poder controlarse más; temiendo volverse caos.
Con el tiempo perdió la voz, perdió su léxico, perdió la razón. Y lo que más la torturaba era saberlo, sin saber si en verdad lo sabía. No podía dormir, no podía pensar.
Demenciada, trataba de recomponer su maltrecha forma con las cenizas que dejaba tras de sí. Esperaba poder juntar suficientes como para volver a luchar, para volver a vivir; pero nunca lo logró.
Sabía que su única posibilidad era huir, escapar de la llama, escapar de sí misma; pero ya no podía, ya no. Sus últimos suspiros los pasó acurrucada en sí misma, mirando al espejo, a través de los huecos entre los dedos de sus manos.
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